miércoles, 29 de marzo de 2017

"La hora de clase" de Massimo Recalcati

Se ofrece un powert point con algunos pasajes destacados del libro y, a continuación, un resumen de este libro muy interesante para el desarrolllo de una correcta labor docente dentro del aula.




La hora de Clase, Por una erótica de la enseñanza.
Cuando un profesor entra en el aula o un padre toma la palabra en familia, debe ganarse constantemente el silencio que honra su palabra, y ya no puede apoyarse en la fuerza de la tradición, que se ha desmigajado- sino apelando únicamente a la fuerza de sus actos.

Resulta imposible aprehender todo el saber y la vida. Por lo tanto, el maestro que pretenda poseer todo el saber es una ridícula caricatura del saber. Siempre hay cosas por saber, y deben ser el motor para seguir aprendiendo del saber y de la vida.
Un gran error del trabajo del profesor es la tendencia a reciclar y a la reproducción de un saber que es siempre idéntico y el mismo.
La escuela perdida
Hoy domina un modelo hipercognitivo que desprecia los valores a favor del fortalecimiento de las competencias orientadas a resolver problemas en lugar de a ser capaces de plantearlos. Hoy, el objetivo de la escuela ya no es enderezar las vides torcidas, los alumnos, sino que se trata, sencillamente, de acumular el mayor número posible de archivos según el principio utilitarista del máximo beneficio logrado con el mínimo esfuerzo. Pero esto significa que cada vez mengua más la relación con la vida.
Hoy se concibe la enseñanza como un trasvase de conocimientos del Otro –el profesor- a los alumnos, que se convierten, así, en recipientes pasivos, que han de llenarse de contenidos. De este modo, no queda lugar para la individualidad. El proceso de aprendizaje acaba con la singularidad del alumno, con su derecho a tomar la palabra y es sustituido por la verificación de la asimilación pasiva de la información.
La escuela debe ser capaz de reafirmar el establecimiento de lazos sociales más vastos, la pulsión debe sacarse del ámbito familiar par encontrar formas de satisfacción abiertas al intercambio social. La educación no debe ser confundida con la represión de la pulsión, sino que actúa más bien como una nueva canalización de esa fuerza pulsional, que exige nuevas e inéditas aperturas, fuera del conocido circuito familiar.
La Escuela y sus complejos
En cuanto a la Escuela podemos distinguir tres tipos de complejos que hacen referencia a tres grandes figuras de la mitología: el complejo de Edipo, el complejo de Narciso y el complejo de Telémaco.
La Escuela-Edipo
Es una escuela que se basa en el poder de la tradición, en la autoridad del Padre, en la fidelidad al pasado. El saber que se transmite se asienta en la autoridad del pasado: la idealización asume la forma de conservación que repite lo mismo.
Hubo un tiempo en el que ir a la escuela y rezar era lo mismo. La autoridad del docente quedaba garantizada por el poder de la tradición. El modelo pedagógico que prevalecía era el correctivo-represivo. La relación entre el profesor y el alumno estaba fuertemente jerarquizada.
El profesor es un sustituto del padre y ocupa el lugar de la autoridad. El alumno, como hijo, debe ser instruido y educado como si fuera cera a la que dar forma. Así, los alumnos proyectan en los profesores los rasgos ideales y autoritarios de la figura paterna. La formación se concibe como un enderezamiento moral y autoritario de las distorsiones individuales y el pensamiento crítico se ve como una rebeldía ilegítima de la uniformidad identitaria. Por lo tanto, el saber que se transmite carece de subjetividad, carente de singularidad, centrado en la autoridad de la tradición.
Pero por otro lado, esta escuela desata impulsos de conflictividad, rebeldía y enfrentamiento entre profesores y alumnos. Por lo tanto, la ley, el padre se viven como un obstáculo para la realización del deseo. Los hijos se enfrentan a sus padres, los alumnos a sus profesores y el deseo a la ley. El poder establecido crea una tendencia a la subversión, de tal manera que esta oposición se manifiesta en la que existe entre el deseo y el principio del la realidad.
En nombre de la libertad de enseñanza y aprendizaje, profesores y alumnos, oprimidos por una escuela disciplinaria, reivindican, a través de la protesta, su derecho a cambiar, a transformar, a generar algo nuevo.
Pero el error de las protestas promovidas por profesores y alumnos en el 68 y el 77 consistió en acabar apoyando una versión meramente infantil de la libertad. El saber debe ir acompañado necesariamente de la ley, ay que sin la ley el deseo de saber se fragmenta y se convierte en puro caos.
La Escuela-Narciso.
La de Narciso es la tragedia completamente egótica de perderse en la propia imagen, del mundo reducido a imagen del propio yo. Narciso representa la ausencia de relación entre el uno –alumno- y el otro –el profesor-, de la ruptura del vínculo. Así, cada vez es más difícil encontrar la diferenciación simbólica de los roles. El pacto entre padres y docentes se ha roto debido al choque entre el narcisismo de los alumnos y el de los padres. Los padres se han aliado con los hijos y han dejado a los docentes en la soledad más absoluta, y, de esta manera, suplan la función paterna, es decir, para que hagan de padres de los alumnos.
Los padres se afanan en eliminar las barreras que ponen a prueba a sus hijos para asegurarles el éxito en la vida sin traumas, en lugar de asumir el símbolo de la ley. Por lo tanto Narciso es el que exige la abolición del obstáculo, del límite, incluso de la historia. El fracaso no se tolera, tampoco el pensamiento crítico se tolera.
La Escuela-Narciso se cimenta en una concepción eficientista de la didáctica, asimilada a la empresa, predomina el ideal de rendimiento. Tiende a eliminar el libro a favor de un predominio de la tecnología informática, persiguiendo la ilusión de un conocimiento ilimitado y disponible sin esfuerzo. Los profesores tienden a confundirse con sus alumnos, con lo que la palabra pierde fuera y queda reducida a mero sonido carente de sentido. De ahí que desfallezca la palabra que establece una estrecha relación entre lo que se dice y sus consecuencias. La palabra nunca es solo una palabra, porque transforma, plasma, genera vida. La Escuela-Narciso ha pedido el vínculo que une la palabra a la vida. La pérdida de este vínculo provoca que la transmisión del saber excluya la crítica y exige la asimilación y el rendimiento.
De todo lo anterior se derivan la indisciplina, la apatía, la dificultad de que el propio compromiso con el saber sea continuo, el respeto por los maestros… En este tipo de escuela el problema es que el aprendizaje se reduce al mero plagio. Se premia a los que repiten lo mismo, a quienes reducen el aprendizaje a la reproducción de lo mismo.
El valor subjetivo del conocimiento es aplastado por su clonación. Se rechaza el largo camino del aprendizaje y la búsqueda. El problema de la cuantificación del saber, de la simplificación de los programas, de la desafección de la práctica de la lectura de textos es un fenómeno más que evidente en cualquier nivel del sistema educativo.
Esto provoca una especie de anorexia mental, el rechazo de la búsqueda del conocimiento en el nombre de su adquisición sin esfuerzo. Así los profesores deben realizar una función más educativa cada vez más amplia frente a familias cada vez más en crisis al ejercer su potestad. A la importancia colectiva del trabajo del profesor no se corresponde con reconocimiento alguno, sea económico o cultural.
La Escuela-Telémaco
Las nuevas generaciones necesitan la figura del padre, igual que le sucedía a Telémaco. La angustia de los adolescentes viene provocada por la ausencia de adultos capaces de ejercer funciones educativas y de establecer la alteridad que hace posible el choque que se encuentra en la base de cualquier formación. El malestar actual de los jóvenes se halla en la ausencia de sueños.
La Escuela-Telémaco quiere restituir su valor a la diferencia generacional y a la función del docente como figura central en el proceso de “humanización de la vida”. Pero, frente a la Escuela-Edipo no interpreta esa diferencia como mero vacío antagónico, sino que defiende que no hay transmisión posible sin encuentro, sin impacto con el otro.
Esta escuela sitúa en primer plano el deseo como búsqueda de la propia identidad. Tiene la tarea de reconstruir la figura del docente desde su base, a partir del testimonio de la fuerza de la palabra que cada docente debe encarnar.
Su objetivo es conseguir, mediante la palabra, que el saber puede ser amado, puede convertirse en un cuerpo erótico. Como en el caso de Telémaco, sabemos que el padre héroe, autoridad infalible no volverá, solo lo que queda del padre. En el caso de los docentes se trata de establecer la figura del maestro-testimonio que sabe abrir mundos a través del poder erótico de la palabra y del saber que esta sabe vivificar.
Este maestro es capaz de encontrar un goce capaz de hacer la vida más rica, más dichosa, capaz de amar y de desear. El acceso a la cultura nos lleva a una vida más satisfactoria, capaz de ensanchar sus horizontes.
El gesto de Sócrates
El origen de esta erotización se halla en el gesto de Sócrates hacia Agatón, en la famosa escena de apertura del Banquete de Platón. Agatón pretende absorber todo el saber a partir del maestro, de Socrates. Piensa que alcanzará el saber con la mera escucha y asimilación de lo dicho por el maestro, quiere beneficiarse de ese trasvase de conocimiento del maestro hasta la última gota. Pero Sócrates en su respuesta le muestra, como gran sabio, un vacío de saber, que es lo que le impulsa a saber. Esto significa que el saber del maestro nunca es lo que colma la carencia, sino más bien lo que la preserva.
El gesto de Sócrates es un gesto de vaciado del saber que aspira a impulsar a Agatón en busca de su propio saber. Aspira a hacerle ver que el saber no es nunca un objeto contenido en un recipiente del otro, sino la consecuencia de un recorrido que todo sujeto ha de cubrir por su propia cuenta, sin que haya, para garantizarlo, una trayectoria definida a priori.
El sendero del saber se va trazando al caminar. El camino se hace solo con los movimientos de quien lo recorre puesto que antes no existía. De ese gesto de Sócrates que manifiesta su incapacidad para saberlo todo, emerge la figura del amante del saber, y rompe con la de objeto amado, como aquel que desea la verdad y no como el que la ostenta.
En consecuencia, el trabajo de todo docente es abrir vacíos en las cabezas, abrir agujeros en el discurso ya formado, abrir mundos, abrir aperturas no concebidas antes.
Para crear algo nuevo de lo ya hecho, hay que mitigar la obediencia al saber, a las reglas ya codificadas por la tradición y, así, algo nuevo pueda ver la luz. Hace falta crear el vacío para tratar de decir algo propio.
Una enseñanza digna sabe inducir el deseo de conocer; para que lo sea de verdad debe ser impulsada por el amor, es, sobre todo, erótica, capaz de generar ese arrebato que conocido como transferencia.
El maestro es aquel que sabe desplazar el objeto de deseo de su persona hacia el objeto del saber. El profesor es amado en cuanto ama el saber haciendo del saber un objeto que provoca el deseo de los discípulos.
Frente a la mera transferencia de contenidos del maestro al alumno, existe otro tipo de transferencia, que se define como un movimiento caracterizado por la apertura sin precedentes hacia lo nuevo, esa transferencia es la experiencia de un nuevo amor. La Universidad tiende a preferir el saber muerto para evitar precisamente el demonio erótico, la pasión amorosa que la transferencia genera.
La práctica docente tiene la difícil tarea de demostrar que ese vacío es un punto de no-saber no ajeno en absoluto al saber. El saber comporta siempre una carencia que afecta al mismo saber, y que ningún conocimiento, por exhaustivo que sea, puede llenar jamás.
El mayor regalo del maestro no es el de donar el conocimiento, sino el de saber acallar el amor por su figura, como fuente de conocimiento. Ese es el regalo más valioso, ya que no vincula al discípulo a obediencia alguna, sino que lo deja siempre libre de irse, de separarse del maestro.
Si el maestro no es capaz de acallar su propio amor, corre el riesgo de acabar exigiendo, más o menos voluntariamente, al estudiante que siga sus pasos, que se convierta en lo que él espera. Por lo tanto, no es el amo, no pretende medir, evaluar, definir las vidas que tienen enfrente. El problema es que en nuestra sociedad todo tiene que ser medido y cuantificado, es decir, traducido en números.
En conclusión, saber acallar el amor (entendido como la pasión que despierta el maestro como fuente de conocimiento) es el fundamento de toda práctica docente genuina. El silencio que provoca la aceptación de la imposibilidad de saberlo todo hace posible el arrebato de la transferencia, el impulso que anima el deseo de saber.
La ley de la escuela
El verbo educere tiene un primer significado de “conducir detrás de uno mismo, guiar por el camino correcto.” Pero tiene un segundo que es la experiencia de ser arrastrado, empujado, conducido lejos hasta divergir de todo camino ya trazado. Es el punto donde confluye la educación con la seducción (educere está muy próximo a seducere) en su significado de “llevar al margen, sacar fuera”. Se trataría, por tanto, que el educar coincida con la propia apertura de la vida, con la posibilidad de experimentar la vida como apertura ilimitada.
En cualquier proceso de “humanización de vida” es imprescindible mantener vivo una y otra vez el latido que separa y une la identidad y la diferencia. Educar no significa llevar por un camino ya trazado, sino, a partir las propias raíces impulsar hacia la posibilidad inédita de adquirir experiencia de la apertura de los mundos.
El aprendizaje conlleva siempre una imprescindible cuota de olvido que permita al sujeto la separación de saber ya sabido por el otro (el maestro). Toda didáctica implica necesariamente una desconexión del otro, la ausencia, el olvido, la introducción de un punto vacío, de una carencia en el otro.
La educación exige la existencia de otro al menos: un profesor, un docente, un maestro. La autoformación es una ilusión, es un fantasma narcisista. Si un maestro sabe transmitir un saber vivo, desencadenar el arrebato erótico de la transferencia, podrá hacerlo sólo porque habrá sabido mantener vivo en él mismo el saber recibido por otro. Todo maestro es un justo heredero. El conocimiento nunca es un todo completo, siempre está recorrido por una falta, por la carencia que habita en el corazón del otro y es que no se puede saber todo. De ahí que la erótica de la enseñanza se sustente en el amor por el saber, que es amor por una carencia que nos atrae y causa el deseo de conocer.
Hoy la escuela se enfrenta a un mandamiento social hoy predominante que pretende asegurar la unión continua del sujeto con una serie interminable de objetos inhumanos: alcohol, drogas, psicofármacos, la imagen del propio cuerpo, objetos estética y tecnológicamente de lo más variado. Y para que surja el deseo de saber debe producirse una desconexión, desprendimiento del objeto.
El profesor ha multiplicado su trabajo: sustituir a familias inexistentes o angustiadas, romper la tendencia al aislamiento y a la adaptación alelada y conformista de muchos jóvenes., oponerse a los innumerables objetos informáticos, rehabilitar la importancia de la cultura relegada por el hiperdonismo contemporáneo a la categoría de mero figurante en el escenario del mundo, reactivar las dimensiones vitales de la escucha y de la palabra, revivir proyectos, impulsos, visiones de una generación crecida mediante modelos identificadores apáticamente pragmáticos, desencantados, cínicos y narcisistas, alimentada por un uso excesivo de la televisión y por el régimen de conexión perpetua a la Red.
La ilusión de un camino corto hacia el éxito personal es la gran fascinación de hoy, y produce modelos peligrosos que descuidan la disciplina paciente de la formación y alimentan la obstinada negativa a todo aplazamiento del goce.
Los mejores educadores son aquellos que están en contacto con su propia insuficiencia, que han experimentado la imposibilidad de controlar de forma determinista disciplinaria el proceso de “humanización de la vida”.
Todo proceso de conocimiento exige la ruptura con un ideal narcisista y egocéntrico de uno mismo, , la renuncia a la lengua materna, la pérdida del goce, la experiencia del deseo. Por esta razón, la Escuela es siempre, simbólicamente, Escuela obligatoria. Por lo tanto, la Escuela simboliza el tránsito simbólico del discurso familiar al discurso social. El sujeto está obligado a descentrarse, a no permanecer enclaustrado en su propio Yo, no permanecer centrado en sí mismo.
La Escuela no solo debería ser testimonio de la educación en el olvido para hacer posible el acto singular de la subjetivación del saber, sino también de la educación en la memoria como condición del olvido, como forma de dar nuestro consentimiento a sumergirnos en el lenguaje como sede de nuestra proveniencia.
La hora de clase
El encuentro con un profesor puede cambiar realmente una vida, hacerla distinta de lo que era, favorecer su transformación singular. Ocurre lo mismo que ante el encuentro con ciertos libros o ciertas obras de arte. El mundo sigue siendo el mismo que antes, pero ya no es el mismo. Aprendemos, así, a ver las mismas cosas de manera nueva.
En la Escuela la educación no puede prescindir de la transmisión de ciertos contenidos, didácticos. En ellos también está el intento de movilizar, el deseo de saber, en transformar en cuerpo erótico el objeto teórico. De lo anterior se deriva que la erótica de la enseñanza se muestra ya en sí misma como una alternativa a la estéril oposición entre instrucción (contenido) y educación (valores).
Por lo tanto la erótica no puede plantearse nunca como alternativa a la didáctica. Y eso atañe tanto a la práctica docente como a la del aprendizaje. Donde hay enseñanza auténtica, no hay oposición entre instrucción y educación, entre contenidos cognitivos y relaciones afectivas, entre nociones y valores.
Explicar considerando el libro como un cuerpo erótico permite mantener vivos los objetos del saber generando ese arrebato amoroso y erótico hacia la cultura, que es el antídoto más potente para no perderse en la vida: consiste ya en educar. Es solo el amor con el que un profesor envuelve el saber lo que hace que ese saber sea digno de interés para sus alumnos, elevándolo a objeto capaz de causar el deseo. La transmisión del saber solo se produce por contagio, por testimonio.
Uno de los problemas de la Escuela hoy es que los docentes se ven oprimidos durante la mayor parte del tiempo por tareas que son completamente ajenas a la actividad didáctica. La hora de clase se ve marginada por actividades que exceden de la enseñanza, aplastada bajo la prensa de una evaluación cada vez más reducida a medida. La escuela de cualquier nivel ha quedado reducida a “examendería”. Se vuelve todo, de este manera, medible y cuantificable. Lo que refleja el culto fetichista al número y a la cuantificación que es un ídolo imperante en nuestro tiempo.
El conformismo actual ya no es moral, sino estrictamente cognitivo y productivo. El alumno se ha convertido en una máquina que debe alcanzar un rendimiento adecuado. La ilusión de la vid torcida ha sido sustituida por la tecnológico-cognitivista: muerte de los libros, la informatización de las herramientas didácticas, exaltación de las metodologías de aprendizaje, encarnizamiento evaluativo, burocratización fatal de la función docente que debe responder una y otra vez a las exigencias de la institución y no a la de los estudiantes, declive de la hora de clase.
Las palabras no son solo medios para comunicar, sino también son cuerpo, vida, deseo. No utilizamos simplemente las palabras, sino que estamos hechos de palabras, vivimos y respiramos en las palabras. De ahí que una hora de clase debe ser un encuentro con el oxigeno vivo del relato, de la narración, del saber que se ofrece como un acontecimiento. Esto sucede siempre que la palabra de quien enseña abre nuevos mundos.
Otra ilusión de nuestros días es la propagación inflacionista de la psicología, lo que ha provocado una mutación del estatuto del docente, transformándolo de maestro a confesor de almas. En clase la confianza se genera cuando la palabra del docente se revela digna de respeto y solo se vuelve tal si se apasiona por lo que enseña. Por lo tanto, las funciones de un docente no son las del psicólogo o psicoterapeuta. Esta nueva oleada psicologista parece alimentarse en cambio de la ilusión de una vida sin saber. Esto provoca una terrible omisión: la importancia de la hora de clase para promover el amor por el conocimiento como condición para todo aprendizaje posible.
La función de la escuela sigue siendo la de abrir mundos, es poder del encuentro que arrebata, impulsa, anima, despierta el deseo. Cuando solo es repetición de lo mismo, se convierte en un dominio del saber como saber secundario, saber anónimo y burocrático, carente de subjetivación.
Si la enseñanza está vinculada al retorno anónimo de lo mismo (programas, horarios, exámenes, evaluaciones, reglamentos, etc.), ¿Cómo hacerla nueva en cada ocasión? Hay que tener muy claro que el mundo que se abre en la clase tiene como condición el mundo cerrado de la institución. El placer, Eros, no puede prescindir del poder. Solo la experiencia de lo cerrado empuja hacia la necesidad de la apertura. Así el verdadero maestro sabrá mantener despierto el deseo, será capaz de transmitir arrebato, enamoramiento por el saber.
El gran riesgo es que esos saberes se conviertan en doctrinas, guardianes fundamentalistas de la existencia de un solo mundo. No obstante, la Escuela debe seguir generando enseñanza, transmitiendo conocimientos, lenguajes, conceptos. Y es inevitable por lo tanto que en cada Escuela se produzca un efecto de homologación parcial de la lengua. El problema surge cuando esa lengua homologada se convierte en la única, la sola posible.
Esa repetición debe romperse durante la hora de clase. Durante esa hora el alumno debe encontrarse con lo inesperado, con lo maravilloso, con lo inédito. Una enseñanza es, en efecto, la posibilidad de transformar los objetos del saber en cuerpos eróticos. Son la palabra, la presencia y la voz del maestro las que ponen en marcha ese desplazamiento.
Los efectos de la clase nunca son predecibles por reglamento alguno. Hay un programa didáctico y su permanente verificación, pero el acontecimiento de la enseñanza trastorna radicalmente ese plan, lo supera y siempre lo pone patas arriba.
El maestro no solo conduce por caminos que no se conocen en absoluto, sino que impulsa el deseo del viaje. Debe aspirar a mantener despiertos a quienes le escuchan, a evitar que su cabeza caiga en estado de coma sobre el pupitre, a forzar la tendencia al sueño, a provocar despertares, a que se sienta la fuerza de la palabra.
La presencia del maestro adopta la forma de un estilo, el estilo individual de cada maestro. Esto sucede cada vez que un maestro habla. Más importante que lo que cuenta es desde dónde dice lo que dice, de dónde extrae la fuerza de su palabra. El profesor habla y está aquí con nosotros. El profesor y el alumno no ocupan idénticos lugares, no son iguales. La transmisión del saber está siempre inscrita en un proceso de filiación.
El deseo del profesor por el saber, es deseo de enseñar sin que haya un propósito deliberado de formar. Es el deseo de enseñar, obviamente unido al conocimiento de lo que se enseña, lo que produce como consecuencia la formación.
Hay docentes que nos han marcado a lo largo de nuestra vida, cada uno con formas diferentes y distantes entre sí, pero cada uno de ellos supieron encarnar para cada uno de nosotros el saber de manera única, singular, irrepetible.
Son esos los maestros que no se olvidan. Es la etimología del verbo enseñar: dejar una marca, una señal en el alumno. No los olvidamos, sobre todo, por cómo nos lo enseñaron, por el enigma irresoluble de su enunciación, por su fuerza carismática y misteriosa. Son los que nos enseñaron que no se puede saber sin amor por el saber.
El estilo es la manera singular con la que un docente entra, él mismo, en relación con el saber. Pero es también la forma de transmitir el conocimiento que se deriva de esta relación única. Este estilo se manifiesta principalmente en su voz, porque el carisma no es otra cosa más que la manera singular con la que un profesor hace vibrar el saber que transmite a sus alumnos. Es la voz la que confiere espesor, carne, cuerpo pulsional a la palabra.
La voz revela un poder seducción, como ponen de manifiesto en el siglo XX las voces de Hitler o la del Duce. Pero estas voces no saben en absoluto abrir mundos, prometen mundos sin dar testimonios creíbles de lo que significa abrir mundos. En cambio, la voz del maestro protege siempre lo particular del fanatismo de lo universal, no debilita el poder crítico de la razón, sino que lo refuerza y potencia.
Un estilo no nace de la nada, sino que es fruto de múltiples influjos, rasgos, huellas, recuerdos. Al principio solo hay una caricatura de nuestros maestros. Después, con el tiempo, emerge un estilo singular de la masa de todos esos restos identificadores que nos unen al maestro. Es el tema de la herencia: nadie se constituye en sí mismo, sino solo en la reposición singular de lo que el Otro ha hecho de él.
En toda enseñanza se pone en juego una imposibilidad: la de una transmisión integral, sin residuos, trasparente, del conocimiento. La enseñanza se caracteriza por la subjetivación, enseñar significa, ni más ni menos, enseñar a alguien a convertirse en un sujeto. Eso significa que la huella del maestro no es y no debe ser un calco. Por eso, los verdaderos maestros consideran insoportables a menudo a los estudiantes que los imitan.
El buen maestro obliga a sus alumnos a poner algo de su parte. El saber no puede resolver el sentido de la vida, no puede saberlo todo. Por lo tanto, la enseñanza puede transmitir un saber verdadero, precisamente porque sabe custodiar con celo la imposibilidad de saber. Y aquí es fundamental la voz del maestro, que otorga la vida al conocimiento, la que lo reanima de forma permanente.
Los verdaderos maestros contribuyen a suscitar un nuevo deseo de conocer. Son los que hacen nacer preguntas sin ofrecer respuestas prefabricadas. El buen maestro no es tanto el que sabe, sino el que sabe llevar y dar la palabra, que sabe cultivar la posibilidad de estar juntos, que sabe hacer existir la cultura como posibilidad de la Comunidad, que sabe apreciar las diferencias, la singularidad, estimulando la curiosidad de cada uno sin perseguir sin embargo una imagen de estudiante ideal. Es, en definitiva, alguien que sabe amar a quien está aprendiendo, lo que significa que sabe cómo amar la vida torcida (el alumno).
El utensilio fundamental del profesor es la palabra y todo maestro debe renunciar al saber ya sabido, debe convertir lo ya sabido en nuevo una y otra vez, en algo renovado. De esta manera el maestro siempre aprende al mismo que enseña, es decir, da vida a todo lo que le ha formado.
No aprendemos nada con el que nos dice haz como yo. Hay que servirse de los maestros, hacer con ellos, para encontrar la heterogeneidad del propio estilo. La enseñanza depende del carisma de quien habla, de cómo sepa hacer que vivan, que vibren los enunciados que transmite. Depende de la fuerza enigmática de su enunciación.
Con las letras del abecedario se puede construir y destruir el mundo, nacer y morir, amar, sufrir, amenazar, ayudar, pedir, ordenar, suplicar, consolar, reír, preguntar, vengarse, acariciar. Conocer el secreto del alfabeto es convertir la vida en humana, es hacer posible el acceso a la apertura del mundo.
El sueño del Autodidacta: apropiarse de todo el conocimiento humano leyendo todos los libros es imposible. El maestro no pretende explicar la vida con las letras del alfabeto, sino que invita a sus alumnos a apoderarse de ellas para nombrar el misterio de la vida sin presumir jamás de llegar a gobernarlo. El lenguaje no es una cárcel de la vida, sino un regalo.
El error en la escuela de hoy consiste en evitar el juicio crítico. No hay que pedir a los jóvenes que piensen, sino que lo fundamental es interactuar con ellos, entretenerlos, distraerlos, enfatizar el valor de relacionarse en cuanto tal. La Escuela queda reducida, así, a una suerte de parque infantil en el que se está exento de toda relación comprometida con el saber.
La transmisión del saber desprovisto del deseo, en lugar de alimentar la investigación, la apaga. Sin amor por el saber no hay saber capaz de entrar en relación con la vida, saber útil para la vida. De esta manera, un profesor podría ser reemplazado tranquilamente por un ordenador y el resultado sería el mismo.
El estudio más auténtico y apasionado nunca está libre de tropiezos, porque son precisamente el obstáculo, la cojera, el fracaso, los que hacen posible la búsqueda de la verdad. Tropezar es lo imprevisto de la vida con lo que el conocimiento debe medirse.
La verdadera didáctica solo existe dentro de una relación humana. El acontecimiento del aprendizaje no se produce si el alumno se limita a hacer como el maestro, es decir, a imitar su saber.
El buen enseñante, mientras transmite el saber, sabe mantenerlo también parcialmente en suspenso. El tropiezo hace posible el acceso subjetivo del conocimiento. Ese tropiezo nos ayuda a autorizarnos a pensar con nuestra cabeza, es decir, a buscar nuestra forma personal de tropezar con el texto.
En definitiva, el buen maestro es aquel que sabe proteger el vacío, el no-todo, el tropiezo como condición para la búsqueda. No tiene miedo ni vergüenza de su no-saber, de su ignorancia, porque sabe que los límites del saber son los que animan el impulso del conocimiento.
Epílogo: la belleza de la torcedura
El objetivo de la Escuela es producir un sujeto, un deseo singular, una pasión que pueda orientar la vida. Es fundamental suscitar el deseo del sujeto. Movilizado por el encuentro con la palabra del docente y por el descubrimiento de la dimensión erótica del saber es este deseo singular el que surge. Y nace en la mayor parte de los casos torcidos. Nunca conforme a lo que el Otro (el maestro) pueda esperar. La fuerza de la educación radica en potenciar, amar y defender esa torcedura. Esa es una buena definición de la educación: amar la torcedura de la vid (el alumno). Hoy el peligro no reside ya en concebir la educación como el molde autoritario de la tradición, sino en asimilarla a la exaltación del principio de rendimiento que transforma al vida en una perpetua competición. Al contrario, la torcedura de la vid exige la excepción, la divergencia, la herejía. Reinventar lo que hemos recibido del Otro (el maestro) de manera singular, generando un estilo propio, realizar la vocación de deseo, hacer de nuestra vida una vid torcida, en esto consiste la buena educación.

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